martes, junio 20, 2006

135 am

Se sintió caer por el ascensor como una gota de lluvia: cada hueso se le desprendía del cuerpo, piso tras piso, hasta que la puerta lo dejó escapar al llegar a la planta baja, reconstruido.

Saluda y cada palabra cae como un pedazo de masilla contra el suelo, las vocales se le arrastran en la boca hasta salir, una tras otra. La sonrisa cortés del vecino le indica que ha dicho lo apropiado, que cada palabra tuvo el sentido que tiene aquello que no se piensa, aprendido ancestralmente, una pertenencia esencial, como el color de los ojos o la sensación de regocijo de hallar calor luego de sufrir un frío intenso.

Los pies se le hunden en el asfalto, un viento tibio le pega en la cara, mira al cielo y distingue la perpetua nube irónica que le recuerda que el está ahí debajo, al igual que todos, al igual que siempre. Vuelve al pié que intenta dar un paso, y otro; se deja llevar un instante por un temor retroactivo, conservado para el día de hoy, para saberse despierto, a resguardo de una conformidad nociva e inmovilizante: teme como niño.

Se mira las manos y se piensa más viejo, más joven, lejano a esta tarde de calle a medio cruzar para llegar a ningún lado, para excusarse de sí mismo y sentir que puede existir incluso fuera del refugio habitual.

Alguien pasa a su lado y lo mira, flaco te van a pisar.

Automóviles evaden al hombre inmóvil en medio de la calle.

Camina algunos pasos más y llega a la otra vereda, las piernas son de plomo y los brazos de largos llegan al suelo, las manos arrastran largos dedos que se lastiman y traen consigo restos de la basura de la vereda, niños juegan a saltar entre ellos sin pisarlos. Los pies se derriten despacio y las rodillas cada vez están mas cerca del suelo, acompañando la transformación. Hoy seré parte de esto, piensa mientras detrás de una vidriera lo examinan creyéndose espectadores de alguna rara película donde el protagonista habla poco, lo miran y ríen, lo miran y mirándolo se deforman con él en su espejo, las manos que cuelgan de aquellos cuerpos envueltos en risas también se estiran, y los pies van hundiéndose en sí mismos como velas invertidas derritiéndose, y ríen. El los mira y una mueca se le dibuja en el rostro pálido, les desea una muerte lenta, y una resurrección inmediata a la muerte, en otro tiempo, más viejos o más jóvenes, lejanos a esta tarde.

Decide regresar y dormir, que la calle es ardua y el cielo demasiado áspero esta tarde, los dedos alargados se retraen alineándose con los nudillos lastimados, los pies resurgen del suelo y él vuelve sobre sus pasos en dirección a la puerta de entrada. En el ascensor las piernas se estiran a medida que los pisos se desvanecen en danza vertical, el tórax y los brazos enredan una cuerda que gradualmente se acorta y finalmente la puerta lo expulsa al pasillo: nace al piso donde la llave abre la puerta habitual, y pidiéndose permiso camina lento. Entra algo de luz por un pequeño ventanal, se inclina a la derecha mientras avanza y los dedos de una mano acarician la pared evitando la claridad que se dibuja en la irregularidad del revoque, se detiene de a instantes y apoya un hombro, ladeando la cabeza ésta se hunde en la pared. Escucha un latir intenso, voces provienen de los pisos debajo, en oleadas sucesivas, cada una trae consigo un latido propio y transforman rítmicamente los sonidos en diferentes colores, las manos se vuelven rojas, verdes o amarillas. El dibujo en la pared desaparece.

Un grito irrumpe en el pasillo y él sigue camino a la puerta oculta tras las sombras, un perro se le acerca y lo mira, él lo saluda y le dice que la bolsa cayó, que no compre, que mañana lloverán gatos. Abre finalmente la puerta y arrastra los pies, respira profundamente y proyectándose hacia un sillón raído decide dormir, hasta mañana, o hasta ayer, pero lejos de esta tarde.

miércoles, junio 07, 2006

Espera que todo

Ingresó en la sala y se sentó al lado de la puerta.

Espera sentado, se divierte mirando el zapato, observando los detalles de las costuras.

Mueve el pié y el tenue reflejo de la luz blanquecina sobre el cuero le recuerda algún viejo resplandor, no lo distingue por mas que los recuerdos vienen en catarata, carreras en una calle polvorienta en una infancia lejana, algunas primeras e infructuosas pedaleadas en bicicleta que terminaban con el cuerpo del niño que fue acostado sobre cardos y pastos secos, las primeras caminatas a la escuela secundaria bajo la helada de inviernos épicos. Alguien entra.

Lo distraen, entran, preguntan, y depositando sus humanidades sobre un sillón descolorido acomodan algunos papeles entre las manos y esperan, con la resignación que sugiere el tiempo en esos momentos, cuando se está a la espera de ser llamado y los minutos solo cuentan para quién callado espera, así se suceden apellidos desconocidos y rostros sufrientes.

Vuelve al zapato, se detiene en algún detalle inútil, repasa lenta y discretamente los rostros en la sala, los ojos de angustia, los entrecejos fruncidos de impaciencia, el brillo perdido de quien realmente está mal, porque estar mal pocos lo están, incluso allí.

Hay un ventilador apagado, un cuadro con poco color que muestra unas aves y el reflejo deformado de la sala, circula poco aire, no hace frío aunque afuera es invierno.

No han llamado por su nombre aún, aunque no desespera, se divierte con los detalles, con las secretas imperfecciones alrededor, eso en lo que se sustenta lo que usualmente pasa desapercibido.

La puerta se abrió varias veces, las voces cambiaron, agotadas, suplicantes o despectivas.

Entrará, dirá su problema, le contarán otro y se irá sabiendo que hacer, aunque en el fondo solo sepa esperar.

Lo llaman.