domingo, diciembre 17, 2006

La tarde delata esta cárcel

La idea es algo así como calcinarse desde dentro, como si alguien encendiera la llama y luego se dedicara a otra cosa. Y así en esa irresponsabilidad ardemos, mientras las horas llueven y esta tormenta es más visible.

La idea nos lleva a querer escapar, en ese instante donde la conciencia delata individualidad.

La cárcel se hace evidente y las formas para explicarse están fuera y esperan a que abramos alguna hendija.

La tarde continúa y un minuto se hace permanente, así la hora, así el día.

En vano trata el hombre de encontrar sosiego, alumbrándose con las luces de las propias armas, con la misma fábrica de sombras, donde detrás de éstas últimas reside aquello que se busca.

Creerse conciente es solo el alerta, la configuración de las evidencias, que nos delata como imperfectos y artífices de una falencia perpetua.

Calzamos cada día el mismo zapato, mientras intentamos caminar diferente, creyéndonos descalzos, así el pavimento se siente igual, y nada se aprende excepto la mentira.

Llega la hora en que las persianas se cierran, los animales duermen y nos vemos invitados al descanso, y allí, en el sueño, es el único lugar donde estaremos en lo cierto, y libres.

lunes, diciembre 11, 2006

Sintomatología de un domingo lluvioso

La calle está despejada, la gente lleva un ritmo diferente, no propuesto, la inercia del día se acomoda a las últimas horas de la tarde.

Un automóvil espera pacientemente el cambio en el semáforo, nadie se apura.

Algunas parejas caminan de la mano compartiendo sonrisas, algunos niños corren ostentando su inocencia, mostrándonos violentamente lo diferente de sus formas.

Semanas han pasado de calor en esta ciudad de locos, donde la agresión y la indeferencia se nos confunden con un lenguaje, y en cada esquina se cruzan abismos separados por vidas, donde no hay puente posible: una mujer sale de un local comercial con bolsas en la mano, impresiones doradas y manijas de colores. Unos ojos semiabiertos y un rostro sucio se le acercan pidiéndole una moneda - su único verbo y conjugación – y la mujer lo mira, el niño espera, lo mismo da que hubiera sido un perro de la calle o un cartel anunciando rebajas de temporada, la mujer sigue su camino de bolsas semivacías y el joven sin su moneda, se pregunta éste si podrá conseguir alimento antes de mañana, le llegan como un eco lejano las eventuales palabras para excusarse con quién lo ha enviado a caminar por las calles, resuenan como chasquidos en el agua antiguos dejos de violencia, pues has recaudado poco, y poco hay, y poco tendrás.

El niño sube a un ómnibus, junto con otros mas jóvenes aún, y entre risas y escurridas entre la gente evitan el pago del pasaje, y así obtienen que el ómnibus se detenga, que el chofer aluda la falta de pago, que si no bajan no sigue. Algunas personas dentro del ómnibus los miran, insultándolos en discreto silencio, con secreto desdén, a excepción de quienes tienden su mano con una moneda.

Han cometido una gran falta estos pequeños, la de de no tener ni dinero ni familia, la falta de desconocer el lenguaje de quienes los miran extrañados, de quienes los juzgan sin entenderlos, de quienes los odian sin escucharlos.

“Que se bajen”, gritó uno.

Afuera llueve, la avenida se llenó de automóviles aleteando agua desde los parabrisas, gente guareciéndose en los escuetos techos sobre las veredas, como insectos que se agrupan, escapando de algo o alimentándose de alguien más grande.

El niño se acerca al chofer -los otros bromean y gritan sentados en los últimos asientos del ómnibus - y le comunica que ha recaudado para dos boletos, el chofer indica que ellos son tres, que el dinero no alcanza.

“Que se bajen de una vez” grita la misma voz.

Las puertas del ómnibus siguen abiertas, unas pocas gotas salpican el interior, algunos miran extrañados, otros fijan la vista en las gotas tras el vidrio de las ventanas.

El niño hace unas señas a los demás pequeños, finalmente se bajan del ómnibus, con monedas que no fueron suficientes.

La lluvia continúa más intensamente, la tarde decae como un enfermo terminal, en cada individuo que al mirar alrededor olvida, en casa persona que no quiere recordar.

El ómnibus retoma su marcha dejando atrás a los pequeños a quienes el agua parece no molestarles.

Algunos regresan gradualmente a sus hogares, otros dormirán bajo una manta en algún rincón, esperando poder vivir un día mas, aprendiendo que algo habrán hecho mal, para ser odiados de tal modo, cuando lo único que ellos quieren es probar aunque más no sea una porción de ese mundo que se les ha negado.